Minos, Radamanto y Éaco

Cuando alguno de estos cae en manos de Radamanto, no sabe quién es, ni quiénes son sus parientes, y sólo descubre una cosa, que es malo; y después de reconocerle como tal, le relega al Tártaro, no sin marcarle con cierta señal, según se le juzgue capaz o incapaz de curación.
Cuando llega al Tártaro el culpable es castigado según merece. Otras veces, viendo un alma que ha vivido santamente y en la verdad […] se entusiasma por ella y la envía a las Islas Afortunadas.
Éaco hace lo mismo por su parte. Uno y otro ejercen sus funciones de jueces, teniendo en las manos una vara. Minos está sentado solo, vigila a los otros, y tiene un cetro de oro que Odiseo, de Homero, dice haber visto: Teniendo en la mano un cetro de oro y administrando justicia a los muertos (Gorgias, Platón)

Litografía de los tres jueces de los muertos: Minos, Éaco y Radamanto (Ludwig Mack, Die Unterwelt, 1826)

Litografía de los tres jueces de los muertos: Minos, Éaco y Radamanto (Ludwig Mack, Die Unterwelt, 1826)

Como se puede observar, los tres jueces del Hades cumplían una función de torturadores de las almas después de la muerte, obligando a que cada uno confesase sus crímenes para que se le destinara después a cada uno una vida de placer o de sufrimiento, según el dictamen final de los severos jueces.
Sobre Radamanto se dice que juzgaba las almas de los orientales junto a Minos; mientras, Éaco hacía lo propio con los occidentales, teniendo Minos el voto decisivo. Se trataba, sobre todo, de un juicio moral que decide el tipo de existencia de ultratumba.
Pues yo, conociendo estas cosas antes que vosotros, os di como jueces a mis hijos, dos procedentes de Asia, Minos y Radamantis, y uno de Europa, Éaco (Gorgias, 523-524)
Por lo tanto, después de que llegan allí las almas, las juzgan en el prado y en la encrucijada, de donde salen dos caminos: uno, hacia el Tártaro; otro, a las Islas de los Bienaventurados, los Campos Elísios, donde Natale Conti nos relata con precisión lo siguiente:
De otra parte, nos exhortaban los sabios a la honradez con grandes y los más alegres placeres presentados en los Campos Elisios. Pues cualquiera de los hombres buenos que haya observado las reglas y haya vivido santamente, éste era conducido a la compañía de los felices, donde la tierra era productora de toda clase de frutos; y las aguas manaban de las fuentes más limpias y los prados, produciendo una primavera perpetua, se vestían de variadas flores. Allí estaban las asambleas de los filósofos, allí los teatros de los poetas, allí los coros en círculo, allí los placeres de la música, allí los armoniosos y elegantes banquetes y el placer no unido a molestia alguna, pues no se sentía ni calor inmoderado ni frío, sino que el aire era siempre saludable y templado, y no estaba inflamado por muy ardientes rayos del sol. Pues, ¿qué clase hay de las más suaves avecillas que allí no ejercite su admirable canto, o qué árboles olorosos hay que no vistan siempre de las más deliciosas flores? De aquí las luchas, de aquí las enemistades, de aquí los odios, de aquí las bandas de ladrones, de aquí los engaños, de aquí los perjurios, de aquí las envidias estaban desterradas. Aquí la vida más feliz y libre de toda molestia se desarrollaba sin miedo a la muerte o a la enfermedad, según decían. Esta clase de felicidad estaba destinada sólo a aquéllos que hubieran vivido piadosa y santamente o que hubiesen cometido algunos pecados, pero curables y leves, que en otro lugar no lejos de éste eran expiados (Natale Conti, Libro Tercero de la Mitología).

En efecto, cuando durante largo tiempo han dado castigo a las almas según la gravedad de los crímenes, para que sean purificadas de toda suciedad y contagio del cuerpo, después eran enviadas a los Campos Elisios. Por ello, Virgilio, escribió así en el libro VI (739-44): por tanto, reciben los castigos y pagan los suplicios de los viejos males; unas se extienden suspendidas al viento vacío; para otras bajo el vasto remolino se lava su impuro crimen o es purificado el cuerpo (cada cual sufrimos los manes propios; después somos enviados por el amplio Elisio y unos pocos habitamos los felices campos).

«Allí está Minos», La divina comedia (Inferno, canto V, línea 4). Ilustración de Gustave Doré.

«Allí está Minos», La divina comedia (Inferno, canto V, línea 4). Ilustración de Gustave Doré.

Continuando con los jueces infernales, en Homero en el libro XI (568-71) de La Odisea describe: Y bien aquí vi a Minos, ilustre hijo de Zeus, que tiene cetro de oro, administrando justicia a los muertos, sentado. Estos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la casa de amplias puertas de Hades.
Según Virgilio, Minos era el juez de aquellos a los que se había aplicado la pena de muerte tras ser acusados falsamente. Minos se sienta en una urna gigante, y decide si las almas deben ir al Elíseo o al Tártaro con la ayuda de un jurado mudo.
Radamantis era el juez especializado en investigar los crímenes que cada uno había cometido en vida, así lo atestigua Virgilio: posee estos muy crueles reinos el Gnosio Radamantis, y castiga y oye los crímenes, y obliga a confesar los delitos que cada uno, cuando estaba entre los hombres, alegrándose por la vana astucia, dejó para expiar en la tardía muerte. (La Eneida, libro VI 566-9)
Los jueces infernales de la antigua Grecia no sólo tuvieron una fuerte connotación en la mitología romana, con Virgilio como referente, sino también En La Divina Comedia de Dante, donde Minos se sienta en la entrada al segundo círculo del Inferno, que es el comienzo del Infierno propiamente dicho. Ahí juzga los pecados de cada alma y le asigna su justo castigo indicando el círculo al que debe descender. Hace esto dando el número apropiado de vueltas a su cola alrededor de su cuerpo. También puede hablar para aclarar la ubicación del alma dentro del círculo indicado por las vueltas de su cola.

Por último, en la antigua mística griega, entre ellas el orfismo, una de las doctrinas principales es el juicio final de las almas en el Hades, donde a los piadosos se les concede su premio en un banquete sublime y a los impíos se les da el castigo en un pantano, donde tienen que echar agua en una cuba y llevar a cabo otros trabajos sin sentido, indefinidamente. En este caso, junto al trono de Zeus, está la Dike, la diosa de la Justicia, inflexible vengadora de todo delito. Por lo tanto, la creencia órfica era pensar en una retribución en el más allá y para escapar de los terribles castigos en el Hades, ofrecían a los dioses infernales, sacrificios y plegarias con los cuales esperaban no sólo expiación de las culpas para los vivos, sino también para los que ya estaban muertos. Por otra parte, es curioso que los pitagóricos tuvieran como símbolo una Y, el signo del cruce de caminos, en el que el hombre debía elegir qué camino tomar: el del bien o el del mal. (Scripta Minora, I). De esta manera, el alma no se la jugaba después de la muerte.

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