Archivo mensual: noviembre 2019

Viaje a Grecia: Esparta, Leónidas

Durante buena parte de los periodos arcaico y clásico, Esparta era una potencia militar diferente a otras polis al tener controlada la vida de los ciudadanos espartanos, bajo un sistema educativo rígido y extremo que les hacían diferentes a otros griegos.

El ideario espartano tenía como base el valor y la destreza en el combate, así como un fuerte sentimiento por su patria que le otorgaba una virtud de fidelidad, dando la vida por la ciudad si fuera necesario. El hombre espartano se sentía orgulloso de realizar un servicio militar hasta los sesenta años, manteniendo unas convicciones firmes sobre los valores de guerra y combate que les hacían individuos especiales, únicos e irrepetibles. Así, surgiría una élite de combatientes de casta espartana con unas condiciones físicas y mentales únicas para la lucha.

Para entender el mundo espartano, tenemos que hablar de las dos caras de Leónidas: el Leónidas como hoplita y rey, y el mundo interior de Leónidas.

Cuando nació Leónidas (540 a.C.) el Estado tenía derecho a decidir si podía vivir o no, pues pasaba su primer examen físico, bajo un estricto control de los funcionarios del gobierno para determinar su vitalidad, su potencial y sus condiciones físicas. En el caso de que Leónidas naciera con algún defecto físico o psíquico, se le daba muerte en el monte Teogesto. Leónidas pasó la primera criba sin ningún tipo de dudas. Sus padres estaban felices, pues le esperaba una vida llena de gloria.

Hasta los siete años, Leónidas estuvo bajo el regazo de sus padres. Pero al cumplir los siete, abandonó su hogar para formar parte del sistema militar y convertirse en un hoplita, pues el camino empezaba con la obediencia, la solidaridad del colectivo por encima de las individualidades, la destreza en el manejo de armas (espada, lanza, escudo..) y la estrategia militar. Los padres de Leónidas estaban orgullosos de la educación espartana y celebraban jubilosos la aportación que iban a darle a Esparta.

De los siete a los once años, Leónidas pasó a formar parte de los lobeznos o chiquillos; de los doce a los quince, ya era considerado un muchacho; a partir de los dieciséis años ya era un Irene (hoy día, cadete) con distintos grados: Primero, Segundo, Tercero y Cuarto grado.

A los jóvenes se les inculcaba el civismo que consistía en asistir a las asambleas del pueblo y respetar a las autoridades. Asimismo, aprendían el uso preciso de las palabras (laconismo). También, el amor maternal fortalecía el patriotismo. La madre era capaz de sacrificar a su hijo, si se había mostrado cobarde en la guerra.

Con veinte años entraba en el ejército espartano y desde entonces, estaba Leónidas movilizado hasta los sesenta. Desde los siete años hasta los sesenta estaba entregado en cuerpo y alma al ejército y a partir de los sesenta años podía formar parte del senado, tener un cargo en cualquier institución pública o entrenar a los jóvenes hoplitas.

Leónidas llevaba una vida militar estrictamente disciplinada y vivía colectivamente con el resto de irenes: dormían juntos, comían juntos, realizaban ejercicios físicos juntos, era una forma de crear unos lazos estrechos y fieles. La élite espartana no era muy numerosa, pero era una máquina perfecta muy eficaz para el combate.

A los veinte años Leónidas pasó una prueba que le marcaría como soldado hoplita, como un bautismo de sangre: cazar a otro hombre y ejecutarle. Varios ilotas (esclavos) eran soltados en la noche en el campo, una oportunidad para ser libres. Pasó la prueba: sesgó el cuello del ilota sin vacilación.

Leónidas se casó con Gorgo, pues la descendencia de un varón era un compromiso obligatorio dentro del ejército con el fin de garantizar una élite de soldados espartanos. Las mujeres espartanas estaban entrenadas desde muy jóvenes para dar robustos guerreros, su objetivo principal. Gorgo fue la única en ser hija de un rey de Esparta, esposa de un rey de Esparta y madre de un rey de Esparta. Plutarco (Vida de Licurgo, xix.8) narra la importancia del papel de las mujeres en Esparta:

«Habiendo sido interrogada por una mujer del Ática: «¿Por qué sois las únicas, vosotras las laconias, que mandáis a los hombres?», «Es porque, contestó, somos las únicas que damos a luz a verdaderos hombres». Leónidas y Gorgo tuvieron un hijo, Plistarco, el que fuera sucesor de Leónidas.

En el 490 a. C. Jerjes I decidió invadir Grecia. Esparta pidió consejo al Oráculo de Delfos. El oráculo predijo que Esparta perdería a su rey durante la batalla, o bien sería conquistada. Sin embargo, en la historia espartana , nunca había perdido en combate un rey . El mensaje fue desolador.

Esparta decidió trazar un plan enviando una fuerza de élite para defender el desfiladero de las Termópilas (300 hoplitas) junto a otras tropas griegas, sumando en total seis mil soldados, con el fin de retener a los persas y que la flota griega se replegase más allá del estrecho que forma la isla de Eubea con la costa de Grecia central. En las filas persas, según las fuentes que se consulten, eran cientos de miles acompañados de miles de animales. Así pues, el desequilibrio de ambas fuerzas era vidente y la balanza favorable para los persas. Tras tomar posiciones en las Termópilas, los griegos repelieron con gran éxito los primeros ataques persas, pues los griegos se situaron en el lugar más estrecho del desfiladero y luchaban en falanges apretadas y bien protegidos por sus grandes escudos. Pero transcurridos unos días, los griegos fueron traicionados por un tal Efialtes de Tesalia: Leónidas se encontró rodeado por las tropas del sátrapa Hidarnes. Heródoto cita que algunos abandonaron su puesto para volver a sus ciudades respectivas, mientras que Leónidas decidió quedarse. Según Heródoto, Leónidas mandó la mayor parte de sus tropas para salvar sus vidas, pero Leónidas jamás abandonó su posición, cosa inapropiada para un espartano, y recordó las palabras de su mujer: “volverás a Esparta con esto o sobre esto” Es decir, o se volvía victorioso de la guerra con su escudo o muerto sobre él, pero siempre con honor.

Paso de las Termópilas en la actualidad

En las Termópilas se produce una de las batallas más épicas de la historia que duraría tres días intensivos. Al segundo día, Jerjes no sabe cómo ganar la guerra a 7.000 hombres con su ejército de 300.000 persas. Pero la suerte cambió al bando persa, pues un pastor griego, Efialtes, vende a sus compatriotas y le sugiere al rey persa la manera de rodear al ejército griego. Leónidas supo que la batalla final tenía un vencedor y decidió eximir a sus aliados de participar en aquel suicidio colectivo. Leónidas permanece solo en el campo de batalla con 300 hombres de élite, todos ellos garantizaban que tenían descendencia espartana y que seguirían sus linajes de sangre. El sacrificio de los 300 espartanos permite a los atenienses ganar tiempo y preparar la batalla naval de Salamina, con la victoria griega y la amenaza persa totalmente aniquilada, tanto por mar como por tierra.

Los 300 espartanos en posición falange

Herodoto relata que tan sólo dos hoplitas sobreviven a la masacre de las Termópilas. El primero de ellos, Pantites, se suicida por la vergüenza y el deshonor; Aristodemo, por otra parte, vuelve a Esparta, donde le espera la ignominia. Para “limpiar” esa mancha infame, en la siguiente batalla de Platea es el primero en acudir contra las tropas persas luchando hasta la muerte.

Léonidas y sus camaradas murieron en combate. Jerjes I mandó que a Leónidas le cortasen la cabeza y que la clavasen en una pica.

Placa conmemorativa de los griegos que perecieron en las Termópilas.

La otra cara de Leónidas: su Yo interior.

El Peloponeso surgió de las aguas cálidas del Egeo, fue como un parto que estalló hace más de 20 millones de años, emergiendo montañas, ríos y mar. Sobre el mismo Peloponeso se erigieron los templos que honran a los dioses, que, aunque hoy yacen quebrados, el halo aún brilla, pues dicen las ninfas que el Peloponeso es más antiguo que la luna y que el soplo divino nunca cesa, pues todo nace y muere allí continuamente.  El Peloponeso es tierra fértil de mitología, de historia y de héroes, una tierra ferviente y cargada de respuestas sobre la naturaleza, el hombre, los dioses, la vida, la muerte y el destino.

Os contaré una en especial, pues fue Clío (musa de la Historia) quien me reveló esta leyenda:

Apolo surcaba el cielo con su carro tirado por toros solares cuando de repente la oscuridad se apoderó del cielo, de la tierra y del mar. El amanecer empezó a retemblar, el fuego eterno de los altares dejó de iluminar los hogares y, a lo lejos, el soplo del viento encaminaba los dolores y los llantos que el pueblo bárbaro estaba sembrando allá por donde pisaba, pues los tambores de guerra que procedían desde Asia indicaban la destrucción total del mundo occidental.

El cielo languidecía lentamente como una vela y el amanecer se hundía en un mar de tinieblas, en una oscura e interminable noche. El mar temblaba en las Termórpilas y el sol flotaba achicado y temeroso en una densa capa de sangre empañando la costa del golfo Maliaco.

El cielo y la tierra empezaron a palidecer como una escuálida piel y justamente en el desfiladero de las Termópilas, donde no podían atravesar dos carros al mismo tiempo, Leónidas quería mostrar al mundo la otra cara de la oscuridad, pues él sabía que su luz interior era perenne y que brillaría más que cualquier estrella que se pudiera ver en el firmamento y que esa misma luz abriría de nuevo otro “despertar” para los griegos, otro amanecer para el mundo occidental. Y ese día llegó…

Fue el 11 de agosto (480 a.C.) cuando las Perséidas atravesaban el cielo con destellos que duraban menos de un segundo, estrellas fugaces que anunciaban que nuestro paso por la tierra era breve en comparación con la eternidad del universo. Bajo el foco de la constelación de Perseo, hijo de Zeus, Leónidas sentía que el cielo se abría como una ventana que anunciaba su inmortalidad, que su momento sobre la tierra se había terminado y una nueva morada le esperaba, un lugar especial para él… Entonces, los árboles se inclinaron ante él y todos sus caminos, todas sus decisiones y todos sus sueños anteriores a ese decisivo momento se cruzaron en el último vértice del tiempo. Se había cumplido la profecía de la Pitia de Delfos y Leónidas empezó a arrojar al mar todas sus pasiones y sus ataduras, mientras recordaba las últimas palabras que tuvo con su hijo Plistacarco antes de partir al campo de batalla:

  • Papá, ¿qué es el miedo?
  • ¡No lo sé hijo, somos espartanos!

 Mientras, desde el Monte Helicón, las Musas iban danzando al compás de la música del universo, pero había una en especial, Clío, que había decidido mantener vivo sus actos generosos y sus triunfos. Clío porta con delicadeza una trompeta con una mano y con la otra sostiene firmemente un libro abierto para que todos aquellos que quieran recordar a Leónidas dirijan su mirada al Cosmos y sigan su recorrido como un fenómeno desigual.

La incesante lluvia de las Perséidas que vislumbraban el cielo era la señal que Zeus le estaba mandando a Leónidas mientras preparaba su último viaje. Su alma empezaba a mirar hacia el cielo, con la constelación de Leo como testigo sigiloso, su corazón empezó a sentir otra melodía: dejó de oler la sal marina, sintió que el viento era distinto y que el mar silbaba como una caracola vacía. El tiempo y el espacio dejó de importarle, pues concibió la eternidad en su corazón. Su último deseo era el cambio que quería para el mundo y, bajo la atenta mirada de Zeus, estaba henchido de alegría y satisfecho con el camino que había recorrido porque el objetivo era recorrerlo y cada paso que dio en su vida tenía sentido. Atenea le habló así a través de su vocación, de la voz interior que le decía lo que tiene sentido y lo que no. Una última visión se apoderó de él: se vio como un ave que salía de su jaula, que va abriendo lentamente sus alas para volar…y exclamó sin titubeos sus últimas palabras: “afortunadamente todo es como debe ser”.

Ese fue el último tránsito que recorrió Leónidas. Las Termópilas es ahora un testigo mudo, un campo de batalla diferente a las crónicas bélicas sobre el paso de las Termópilas. Cuando pisé el escenario, por muy diferente que sea ahora, supe que metafóricamente, todos tenemos que batallar algún día con la muerte.

 

La muerte de Leónidas I: “hijo de león” (Esparta, hacia el año 540 a. C. – Termópilas, 11 de agosto de 480 a. C.) fue el 17.º rey agíada de Esparta. Encontró la muerte en el 480 a. C., durante la Segunda Guerra Médica, en la defensa de las Termópilas, bloqueando el avance del ejército persa de Jerjes.

 

Monumento en memoria de Leónidas

Pero la leyenda viva de Leónidas no terminó en las Termópilas, pues entre el 15 y el 21 de noviembre de cada año, sucede un fenómeno sin igual, un estallido de energías en el universo, una lluvia de estrellas que surcan el cielo iluminando la tierra, alcanzado su máxima intensidad cada 33 años, pues en todos los confines del mundo desean contemplar la lluvia de estrellas de las Leónidas. Entre esa lluvia, Leónidas aparece jubiloso, renovado, brillante junto a sus camaradas que perecieron en las Termópilas. Su brillo es de una energía descomunal, nadie se lo quiere perder. Se marchó un 11 de agosto acompañado de las Perséidas y regresa en noviembre con la lluvia de las Léonidas, eternamente, recordándonos su lucha por la libertad y enalteciendo los valores de fuerza, de justicia, de templanza, de fidelidad y de sabiduría.

Clío seguía susurrándome a mis oídos cuando me enseñó como es Esparta en nuestros días: “la estabilidad no existe, es como un niño balaceándose en un columpio donde no es posible el reposo”.

Quienes visiten Esparta deben buscar la percepción y la comprensión verdadera del momento presente, pero también se aprende que en el mundo no hay nada estable.

Clío se apresuró, pues las musas van con el viento, y me pronunció las siguientes palabras, las cuales se aseveró que quedaran grabadas en mi mente:

No permitas que te digan que estás sobre ruinas, pues aquellos que lo profieren se aferran solamente a las cosas externas de la vida quedándose a merced de los objetos y de lo superficial. En Esparta hay que dejar de buscar fuera el brillo y el esplendor de la gloriosa época espartana. Mira a lo Alto.

Puede ser que las ruinas, en comparación con Epidauro, Atenas o Mesenia, resulten algo decepcionante, pero si tengo que explicar nuestras raíces indoeuropeas, elegiría Esparta y, me quedaría solo, pues el individuo-masa preferiría la Acrópolis como principal vestigio.

Desgraciadamente, la sociedad moderna se sube a las pasiones desenfrenadas, a las conmociones exacerbadas y las modas fugaces. La sociedad moderna ha desatendido la raíz y se ha preocupado de las ramas y no saben que éstas, crecen de manera natural. Si carecemos de una base sólida, de nuestras raíces, ni siquiera la ciencia más avanzada y moderna te permitiría recoger los frutos. Nuestro cometido es alcanzar nuestro origen, nuestra raíz, y es en Esparta donde tenemos que empezar a rodar para recoger los frutos. El valor simbólico de Esparta es inigualable a cualquier otra Polis griega y su luz brilla en el firmamento nocturno, siendo nuestra sociedad actual opaca y tóxica para que entienda su remanso de paz, su inquebrantable serenidad y su incondicional silencio.

Esparta transmite quietud, paz y silencio, pues los tours de viajes no tienen en su ruta Esparta, está alejada de lo comercial, pues el turista busca la caverna de la ignorancia que Platón ya atestiguó con firmeza. Es por ello que no todo el mundo que visite Esparta aprecia su trasfondo, más allá de las ruinas.

Imagen 1

Las ruinas se encuentran al norte de la ciudad actual (Imagen 1-2)).

Cuando iba caminando entre olivos y observando los pocos restos de la acrópolis, era inevitable de recordar las palabras de Tucídides: si Esparta quedase desierta y sólo quedasen sus ruinas, en eras distantes no podrán creer que el poder de los espartanos era tan grande como su fama.

Imagen 2

 

Para ampliar más información:

La batalla de las Termópilas

Esclavos de Esparta

Documental: Esparta. Código de Honor.

 

Deja un comentario

Archivado bajo Antigua Grecia