
El pensamiento homérico sobre el alma reflejaba la resignación y no el deseo del hombre, cuya existencia después de la muerte se reducía a vagar como un alma en pena, existiendo sin duda, pero carente de todo sentido.
En los poemas de Homero, la concepción del alma después de la muerte es la de no descansar de los oleajes de la vida.
Odiseo refleja en el célebre Canto XI de la Odisea el sufrimiento de Sísifo:
Vi de igual modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos, empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte, pero, cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa hacía retroceder la insolente piedra que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.
También describe el tormento de Tántalo:
Vi a si mismo a Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecían el agua absorbida por la tierra; la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles (…) y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes.
Parece que el reino del Hades no ofrecía una luz de esperanza, aunque sea una llamita tenue y ligera. El Hades es el fin para el hombre, cerrando así cualquier vestigio de luz y esperanza.
La única vía de esperanza para eludir el lóbrego reino del Hades era que los dioses enviaran a los héroes a los Campos Elíseos, un lugar donde la luz es eterna, nunca hay nieve, ni largo invierno, ni vientos ni lluvias, acompañado de una paz inquebrantable y eterna.
Según la creencia más popular, un dios podía, de repente, sustraer a un mortal protegido suyo y llevárselo a la eternidad, bien sea a los Campos Elíseos o al Olimpo. De manera arbitraria en algunos casos y otras por parentesco directo con el dios, el mortal pasaría a ser inmortal.
En la Odisea (Canto IV) Proteo, que tenía el don de leer el porvenir, le profetisa a Menelao
Oh Menelao, alumno de Zeus, el hado no ordena que acabes la vida y cumplas tu destino en Argos, país fértil de corceles, sino que los inmortales te enviarán a los campos Elíseos, al extremo de la tierra, donde se halla el rubio Radamanto – allí se vive dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia, sino que el Océano manda siempre las brisas del Céfiro, de sonoro soplo, para dar a los hombres más frescuras -, porque siento Helena tu mujer, eres para los dioses el yerno de Zeus.
Entendemos que el alma de Menelao (Psique) no tenía que separarse de su cuerpo ni ser sepultada. Por lo tanto, los Campos Elíseos era un lugar inasequible para los demás mortales, solamente para algunos privilegiados: a Menelao le garantiza un lugar especial de bienaventuranza e inmortalidad. La inmortalidad de los dioses tenía además otros disfrutes como el néctar y la ambrosía. Así pues, el hombre que se alimentaba de estos divinos regalos se convertía en dios, en inmortal. En suma, Menelao fue transportado vivo a la eterna vida gozosa y plena de felicidad, a un lugar especial.
En la otra cara de la moneda nos encontramos a Aquiles hundido y desolado en el reino de las sombras en el Libro XI de la Odisea así lo narra:
No me consueles de la muerte, ilustre Ulises. Preferiría estar en la tierra y servir a un hombre pobre, sin muchos medios de vida, que ser el señor de todos los consumidos.
Por otro lado, en el ámbito religioso, los héroes de la epopeya homérica no están a la altura de los dioses. Es decir, en la época homérica no hay indicios de que se realizaran rituales en honor a Menelao o a Heracles para que fueran los intermediarios entre los dioses y los hombres, sino que pasarían a ser fuerzas divinas de pleno derecho que tenían un trato de culto propio, unos santuarios cargados de pomposidad en su lugar de origen, y, por supuesto, detrás un mito indeleble e inquebrantable. Era muy común que, casi siempre, cada héroe fuera conocido solamente en su territorio, excepto Heracles que traspasó fronteras. Curiosamente, el caso de Hércules es muy peculiar porque Odiseo lo ve en el Hades de la siguiente manera:
Vi después al fornido Hércules o, por mejor decir, su imagen; pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Juno, la de las áureas sandalias.
Odiseo se refiere a la “imagen” de Hércules como un término llamado “eidolon”. Heracles, cuyo eidôlon fue visto por Ulises en los infiernos, vivía al mismo tiempo entre los dioses inmortales.
Nos referimos con eidôlon a una imagen con idéntico aspecto al de una persona, pero que no siempre está relacionado con el alma de un difunto, ya que también se menciona dicho término para moldear el doble de una persona. Un ejemplo de esta peculiaridad característica la observamos cuando Apolo aleja a Eneas del templo para que fuera curado de sus heridas tras su lucha con Diomedes: y fabricó un eidôlon a imagen y semejanza de Eneas (Ilíada, V).
En definitiva, las descripciones del eidôlon sugieren que los griegos creían que el alma del muerto tenía también la apariencia del ser vivo y describían las acciones físicas de las almas de los muertos de dos formas contradictorias: por un lado, pensaban que las almas de los muertos se movían y hablaban como un ser vivo; y, por otro lado, que las almas de los muertos no podían hablar o moverse y en su lugar chillaban y revoleteaban de un lado a otro. Por lo tanto, podemos expresar que la representación material del alma es el eidôlon, el doble de la persona.
Bibliografía:
Bremmer, J. N. «El concepto del alma en la antigua Grecia». Ediciones Siruela (2012).